sábado, 7 de octubre de 2017



Jesús Andrés Madrigal Salvatierra, el hermano mayor
Acerca de lo que le sucedió al hermano mayor, al enterarse que los juegos practicados en complicidad con su hermano están y estarán prohibidos. Y de cuando aún sabiéndolo, se entrega al estrecho vínculo y de cómo alborotados corren y se esconden en los rincones de la enorme casona, incitados siempre por el menor. Y de por qué, víctima y cómplice, sucumbe entre las lágrimas, henchido de culpas y de pesares.
Vivíamos una infancia cercada entre muros de habitaciones enormes. Nuestra casa era una fortaleza sellada para el mundo.
Despierto. Corro a encerrarme en el baño. Me quito el pijama. Mis manos son otras. Húmedas se deslizan por el pecho, los brazos y bajan muy cerca del ombligo. Mi sexo palpita, reacciona, algo crece. En ese momento, como si entendiera lo que me pasa, entra mi hermano menor y sonríe. No alcanzo a cubrirme, tampoco quiero hacerlo. Todo está revuelto. Mi corazón se agita, puedo sentir las pulsaciones en los oídos a punto de estallar. Pienso en mi madre. Pienso en gritar y obligarlo a salir. Me aterran las consecuencias, si nos descubren. Quieto, me quedo muy quieto cuando mi hermano se quita toda la ropa. Su cuerpo es tan menudo y flaco. Se acerca, sonríe y me abraza.
–Te quiero –me dice, mientras sus pequeñas manos se deslizan por mis piernas y sigue tocándome hasta que nos reímos.
–Me haces cosquillas, –le digo.
Sus ojos brillan. Me abraza por la espalda.
Desde ese día quise escapar, desaparecer. Éramos unos niños, yo tenía once, mi hermano apenas nueve. Desde ese momento quise escapar de esa vida. Pero supe que aunque lo intentara con mayor voluntad, nada podríamos detenernos.
Mi hermano me altera y me descompone. Cuando estamos juntos, me siento seguro, sin él, la angustia me consume. Me toma por sorpresa, y me hace cosquillas. Sus pequeñas manos siempre están húmedas. Nos reímos. Me contagia de algo, lo abrazo y lo cubro de besos. Sus mejillas arden. Él me provoca, me anima y luego huye, como si disfrutara viéndome acabado. Es hábil, aprende a engañar. Me siento en desventaja. Una y otra vez, caigo en sus juegos sin entender cómo hace para perturbarme.
Mariano se vuelve un hábito. Odio la fuerza del secreto que nos une. Por las noches sueño que nos besamos. Sofocado por la angustia, dependo de su necesidad. Mi hermano menor va metiéndose en mis pensamientos hasta que se vuelven pesadillas. En mis pesadillas, todo se confunde. Mi madre y mi hermano se ríen, cómplices me expulsan del círculo. Desconfío.
Despierto llorando. Algo extremo crece entre susurros y mi vida se desarma. Confundido por sensaciones que desconozco, actúo con cautela. Extraviado, pierdo el control. La ansiedad me enferma. Nos hacemos indispensables. Mojo mis labios con ansiedad. Vigilo a mi madre y, a la vez, tengo que estar siempre atento a las conductas de mi hermano. Aprendo a esconder el miedo cada vez que amenaza con ir a contárselo todo. Nos habituamos al encierro. Me acostumbro a tenerlo cerca. Insiste, me obliga y yo, obedezco como un criado más cada una de sus nuevas ocurrencias. Mi confusión crece. Cuando todos duermen, pienso en él y me toco.
Lo escucho correr por los pasillos. Lo veo entrar en mi pieza. Se mete en mi cama y me toca.
Su mirada es extraña. Sus ojos brillan como un gato endemoniado. Mi hermano menor tiene una energía que se multiplica. Me provoca con sus ganas, mi cuerpo reacciona y él lo sabe.
Nos deseamos. Nos movemos. Nos tocamos enteros.
Sin hacer demasiado alboroto, aprendemos a ocultarnos. Nos ponemos violentos. Aún me excita y tortura la fuerza de nuestro vínculo, a veces con ternura siento que el amor nos hizo cómplices de secretos inconfesables.
Con los años Mariano empieza a actuar en forma grosera, desinhibida. Mi hermano menor toma un camino del que no puedo hacerme responsable, sus costumbres son extravagantes, y se van volviendo más extremas hasta que los modales y el decoro abandonan nuestra casa. Nadie ve nada. Nadie sabe nada. Mi hermano se pasea desnudo, a veces hace gestos obscenos a las mucamas, otras las toma por sorpresa o llama a los perros para intimidarme. Nos aseguramos que nadie, ninguno de los empleados de la casa nos sorprenda, antes de perdemos en los enormes jardines. Los animales, contagiados con nuestros movimientos nos lamen, nos muerden, se nos montan.
Siempre inventamos nuevos escondites. Mi hermano menor me culpa de todo, amenaza siempre con contárselo a mi madre, y hasta me alivio cuando siento que soy el único responsable.
Eras el mayor. No debiste permitir que esto pasara, me lo repito en los peores momentos.
Durante mucho tiempo despierto agitado por las pesadillas. En ellas, mi hermano mira a mi madre de una forma que me inquieta; es como si estuvieran de acuerdo y en mi contra. Sus gestos me desconciertan.
En sueños muy nítidos veo a mi madre en la silla mecedora. Atrás. Adelante, el movimiento monótono es tan amenazante como las manillas de un reloj. Mi madre sobre la silla, una y otra vez el sonido oscila en ese vaivén. En mis pesadillas, mi madre juega a ser otra, y yo y mi hermano somos sus objetos. Mis sospechas crecen. Mi madre oculta evidencias para fortalecernos en el carácter. Siento que ella nos vigila. Imagino que tarde o temprano me odiará por esto, pero Josefina Salvatierra Riquelme no nos dejará salir de este encierro porque nada la complace más que vernos así, entre gritos y refregones.
Nos obligará a permanecer acá, atados aunque a veces nos peleemos, entonces interrumpe para proteger a su favorito. Al escuchar sus gritos, empiezo a llorar y solo entonces, me abraza y me besa.
–No sea tonto, –me dice. –Tienes que aprender a fortalecerte. Nunca olvides, todo esto lo hago por ustedes. No soporto que se peleen, menos maltratarse –nos dice.
–No somos como los demás –asegura convencida. Cuando yo no esté, solo se tendrán el uno al otro. Son hermanos, como tales, deben permanecer unidos.
Mi madre nos prohíbe las disputas. Aprendemos a no discutir ni a pelearnos por los juguetes, simulamos estar de acuerdo y hacemos de todo para consentirla. Su inestabilidad en el carácter anima mis sospechas. Confundido por los remordimientos hay noches en que la soledad, el vacío me sobrecogen.
Nadie creería que es mi hermano quien me lleva al extremo, hubo momentos en que sentí vergüenza por todo lo que sin siquiera inmutarse era capaz de hacerme. Evito contradecirlo porque su orgullo es feroz y puede dejar de hablarme durante días y cuando lo hace sé que a pesar de lo que haga seguirá evitándome. Luego, cuando se le antoja, me busca y volvemos a enredarnos. Mi debilidad lo favorece y sé que, tarde o temprano, todo recaerá sobre mí.
Siento que mi madre esconde algo que no alcanzo a descifrar. Verla sonreír es suficiente para saber que algo está ocultando. Descubro que en silencio nos observa. Nuestro vínculo es irrevocable. El amor se fortalece con las diferencias. A veces, me pregunto si no es acaso la única responsable es de que hacemos. Celebra a Mariano en cada una de sus ocurrencias.
Todo coincide, al cumplir trece años deja de fijarse en mí y todo su interés apunta a mi hermano menor, es su preferido y como tal disfrutará todas sus atenciones y caricias.
El consentido crece. Busco precisar mejor los detalles para entender los impulsos que en ese entonces dominaban mi aturdida cabeza. En algún punto de mis recuerdos, nuestro tiempo se congela. Éramos dos niños sin malas intenciones, ingenuos como los niños, pero distintos y extraños para el mundo. Asumo que lo nuestro es y seguirá siendo injustificable y que nada me librará de los miedos que me atormentaron desde los nueve años.
Acepto la extraña y dolorosa emoción que me provoca mi hermano menor, y que mi necesidad anida justo en el límite que nos compromete. Aún así, no pretendo justificar aquello que hice, y que juntos hacíamos, en el tiempo de los niños, pero el deseo agita mis días y enciende mi corazón. Luego, vendrán los peores años, mi hermano menor aprende rápido.
Jesús Andrés Madrigal Salvatierra
En Santiago de Chile
Del libro “Objetos del silencio, secretos de infancia” de Eugenia Prado

viernes, 11 de marzo de 2011

Objetos del silencio, secretos sexuales de infancia


EMOOBY (Kindle Edition - Feb. 21, 2011)




(fragmento)



1

Lorena

Sobre la mesa, el par de especias perfumadas, en una esquina recuerdos quietos,
replegados todos ellos desde sus puntas.

—¿Nunca le habías contado esto a nadie? –pregunta, deslizando sus manos con disimulada urgencia bajo el vestido. Quieta, al contacto con la temperatura que contrasta su piel fría ella apenas respira.

—¿Nunca? —insiste, mientras avanza por su piel.

—Ya te lo dije. La mujer recoge las piernas. Con sus manos oprime los muslos, la manosea.

—No te creo —dice. Supongo que eras una niña muy despierta ¡Di la verdad!

—Algo precoz, solo eso. Responde arreglándose el vestido.

—¡Exquisita! –insiste sin dejar de moverse con las manos. ¿Pero cuántos años tenías? ¿Cuántos? Dime.

—Poco más de seis…

—Seis años y ya eras una pervertidilla. Se aprieta contra el cuerpo de la mujer que al sentir la presión, se contrae.

—Diría que pervertidilla no es una buena palabra. Las manos del hombre resbalan ahora peligrosamente cerca

—¡Para! Dice y trata de zafarse. Se defiende. Él se incomoda.

—Deseante, me parece mejor. Sobre todo deseante.

La habitación está en penumbras. Atardece. Es invierno. En silencio se miran. Ella se acomoda sobre el mullido sofá, entre el cuello y los hombros se acurruca. Él tiene los ojos cerrados. Cerca de los labios merodea. Se besan.

—¡No sigas! ­–reclama. Me vuelves loco.

Ella se repliega. En segundos su voz se tiñe de melancolía.

—Cuando mi padre se entera casi lo mata —dice.

—Pero antes de eso la pasaban estupendo con el viejo —gime, descompuesto. ¿Es eso? Respóndeme.

—No, tú entiendes nada. Cada vez más irritada esquiva, a pesar de sus esfuerzos él no se detiene. Insiste con el interrogatorio. Forcejean. Él retiene sus muñecas con fuerza.

—¿Qué fue lo que el tipo te hacía? Dime. Quiero más, todos los detalles.

—¿Por qué te importa tanto? ¡Déjame!

—Viejo inmundo. Dice.

—¿Qué más quieres saber? ¿Cómo lo hacíamos? Es eso… Entonces sí que todo esto te excita. ¿Te excita? ¿No es cierto? Te hubiera encantado verme haciéndolo con el viejo. La mujer se burla, con sonrisa implacable lo humilla.

Él se acobarda. —Cómo puedes. Dice. Agotado cede, abandona.

—¿Ahora te ofendes?

...


“Objetos del silencio, secretos sexuales de infancia”,
EMOOBY (Kindle Edition - Feb. 21, 2011)
Publicación en formato virtual para ebook, desde Madeira- Portugal.


miércoles, 2 de marzo de 2011

“Objetos del silencio” por Dauno Tótoro

Quizás la sentencia que marca y engloba el texto de Objetos del silencio sea aquella que dice que “los niños no son ángeles, ni seres asexuados, sino pequeños cuerpos habitados por una mente, una lengua. Nacen allí sobre la tierra marcada por el sexo, bajo las insidiosas miradas de sospecha de los adultos”.

Poncean los Pokemones y se frotan, ávidos, en los rincones más apartados del living de la casa de la amiga, en parques, baños y patios escolares; besos a diestra y siniestra, lengüetazos, salivazos, chupones, succiones, mamadas al ritmo del perreo y el regatón.

Parlamentarios desazonados, desesperados, aterrados, alienados, proponen en el Congreso rebajar la edad para votar a los 14 años. “Los pokemones salvarán a la concertación”, aseguran los diputados promotores. La tontera, la política convertida en moda, Gokú al poder.

Mientras tanto, la otra se lo chupa al otro en el banco de la plaza, como antes hiciera su madre y antes su abuela, tampoco es algo nuevo, no nos hagamos los giles. Los pokemones tienen celulares, van de las cámaras al youtube; los secretos de infancia se desclasifican; la CIA es pacata; el FBI vale hongo. ¿Recuerdan aquello de que los secretos de infancia se guardaban bajo siete llaves en la memoria, hasta que las llaves perdidas diluían el secreto en las marismas del falso recuerdo y de la fantasía; y que otros y otras más archiveros, con tinta rosa, con tinta violeta, anotaban sus secretos en diarios de vida con candado que se abría con un simple clip?

Eugenia Prado, sin clip, sin celular, lengua-pluma viperina, desarchiva de la memoria lúgubre las andanzas en alcobas, tinas, patios, zaguanes, con desparpajo, con poesía. Abiertos, expuestos, palpitantes, los secretos de infancia se nos presentan tan comunes, tan propios; el dejá vu nos invade. Lorena, Benjamín, Adriana, Manuel, Ana, Javier, La Catita, Carmen, José, Laura, el Hermano menor, el hermano mayor, criaturas de un Dios ciego, sordo y mudo, todas y todos, y por sobre las cabezas y pegadita a las entrepiernas: la madre, siempre la madre.

Con pluma esquizofrénica, Eugenia se transforma en el otro con aterradora consistencia. Se inmiscuye, delata, reduce a escombros el silencio. Todas las voces, una a una, en un desfile de intimidad culposa, resultan convincentes, únicas; la personalidad múltiple de la autora se hace cargo del malabarismo literario.

Hablantes adultos con lenguas de niños; historias relegadas a recónditos rincones de la memoria que, al ser rescatados por Eugenia, hacen florecer nuevamente las hablas infantiles. Regresiones, multiplicación de horrores en forma de pasiones y pulsiones.

La ausencia y la soledad campean en los Objetos del Silencio, de la mano de la pasión y del reconocimiento a la existencia del cuerpo, de la culpa y del deseo, que no es privilegio de nadie en particular. Calzones y calzoncillos mojados en casas de piso de tierra y en las de cerámica italiana; manos nudosas de viejos con overol y de viejos enchaquetados, frotando por igual. Ojos que no ven…

Culpa y deseo, confesión y secreto.

Habla Lorena cuando habla Eugenia:

- Seis años y ya eras una pervertidilla…
- Deseante me parece mejor. No sé por qué te cuento todo esto… Jamás me sentí en peligro, todo lo contrario. Las primeras veces, cuando nos quedábamos solos, cuando no estaban los grandes en la casa, me quedaba horas al lado del viejo, pegada a él… recuerdo su miedo, su angustia.

Habla Benjamín cuando habla Eugenia:

- Me sentía enfermo, como afiebrado… “Tócame”, dijo. Yo, sin saber qué hacer, puse torpemente mi mano bajo su ombligo. Ella tomó mi mano y la deslizó hacia abajo… Otra vez sentí ese calor. Esa noche nos abrazamos y hasta nos dimos besos en la boca…. Y puede que mi mamá haya sospechado algo, pero nunca dijo nada.

Habla Adriana cuando habla Eugenia:

- Se quedó viéndome como un pájaro extraviado. Mis pechos estaban crecidos pero pequeños, ella los frotó suavemente, sus manos estaban muy frías, sentía la piel ardiendo… Mi hermana empezó a sospechar. Con frecuencia aparecía en la habitación de mi nana y empezamos a tener problemas…

Habla Manuel cuando habla Eugenia:

- Mi padre me condenó a sentir placer y me condenó al silencio. Me enseñó a ser precavido y por sobre todo a jamás comentar nuestros juegos a los demás. No tenía alternativa… Y ahora me pregunto ¿qué importa? Si al final da lo mismo. En todas partes suceden cosas así. Nadie habla de ello, pero es muy normal, la mayor parte de las veces son situaciones que no pueden evitarse.

Habla Javier cuando habla Eugenia:

- Me doy cuenta de sus intenciones. Miedo, placer, excitación, todo mezclándose, también las ganas de que no se detenga… La culpa es tan intensa que atenúa mis instintos. Puedo imaginar al tipo frente a un niño inocente. Mi short rojo haciendo juego con el helado y mis labios teñidos por los colorantes.

Habla La Catita cuando habla Eugenia:

- Me acerqué bien despacio asomándome por una ventana. El chiquillo estaba muerto de risa y ella la muy fodonga se levantó el vestido mostrándole sus cuadros. Entonces el cabro chico viene y se los baja, y ella lo ayuda y se vuelve a levantar el vestido y se queda toda peladita y el chiquillo la toma por la cintura y empieza a darle besitos en la guatita y en el ombligo… y ahí sí que no aguanté más y abro la puerta de golpe. ¡¿Qué se creen que están haciendo?!

Habla Carmen cuando habla Eugenia:

- Busqué una escalera y la puse frente al muro que separaba nuestros patios. El quiltro, al verme, salta sobre mí. En ese momento quiero ser como el Bony, igual a él, no quiero que el animal se detenga por nada del mundo, soy yo misma quien lo aprieta violentamente entre las piernas.

Y siguen así, uno tras otro, los relatos de adultos con lenguas de niños y el siseo de la madre serpiente. Hay, en el libro de Eugenia, una puerta abierta a los sentidos y sentimientos más contradictorios, pero subyace, también, el sino de la ausencia y del abandono, la fría máscara de lo perverso.

En su epílogo y apéndice, los Objetos del Silencio tocan la hebra central, deshaciendo la madeja de la culpa, la vigilancia interrumpida y el castigo como método. “La suspicacia producida por los sucesivos ocultamientos”, escribe Eugenia, “somete el asunto a una penumbra, donde se enseña a los niños a ser cautelosos, poniendo en riesgo su propio desarrollo y evolución. La fuerza determinante de la sexualidad infantil en el mundo adulto aparece en ocasiones en una criminología que estalla, como lugar recargado de tensiones donde se cruzan el lenguaje, la política, las economías y que pareciera estar relacionada con el amplio mercado de las intensidades y la simultaneidad del sexo”.

Podría agregar que el castigo que normaliza, cuando no se basa en entendimiento, conduce, invariablemente a la esfera siquiátrica y a la crónica roja.

Para Foucault, el arte de castigar, en el régimen del poder disciplinario, no tiende ni a la expiación ni aun exactamente a la represión. Utiliza estas tácticas: referir los actos, establecer comparaciones, diferenciar a los individuos, definir que es lo anormal y que lo normal. La penalidad perfecta que atraviesa todos los puntos, y controla todos los instantes de las instituciones disciplinarias, compara, diferencia, jerarquiza, homogeniza, excluye. En una palabra, normaliza.

Cinco son, entonces, los principios sobre los que se asienta el poder de castigar:

- Regla de la cantidad mínima: ‘Para que el castigo produzca el efecto que se debe esperar de él basta que el daño que causa exceda el beneficio que el culpable ha obtenido del crimen’

- Regla de la idealidad suficiente. ‘el castigo no tiene que emplear el cuerpo, sino la representación’ ya que el recuerdo del dolor debe evitar que vuelva a delinquir.

- Regla de los efectos (co)laterales: la pena debe incidir no sólo en el delincuente sino también y sobre todo en las demás personas con el objetivo de evitar su deseo de realizar un delito.

- Regla de la certidumbre absoluta: ‘Es preciso que a la idea de cada delito y de las ventajas que de él se esperan, vaya asociada la idea de un castigo determinado con los inconvenientes precisos que de él resultan’.

- Regla de la verdad común: Poner en evidencia que el castigado es culpable.

Nada es más material, más corporal que el ejercicio de poder.

Cuerpos rotos, almas en fuga, que a su vez rompen otros cuerpos, poniendo en fuga otras almas. Crónica roja, pan de cada día.

Un disparo descerrajado en plena frente mientras ella duerme. La almohada se empapa de sangre negra, espesa, callada; salpica la imagen de la virgen piadosa que pende sobre el velador.

Cuando me tocas, siento que me muero. La pequeña muerte.

Siete cuchilladas certeras rebanan corazón, hígado, páncreas, duodeno, tiroides, vesícula, mama. El pulmón se desinfla como globo pinchado en fiesta colegial.

Martillo pesado, metal frío que trepana sin arte el lóbulo parietal. Ella cae a los pies de él, que no siente el alivio esperado.

Él la ata por el cuello al tronco del árbol raquítico, la rocía con parafina, está cara la parafina, masculla. Empapa el vestido floreado, inmune a los gritos ahogados que imploran, a la mirada de perrita asustada. Lanza el fósforo encendido, sin más.

“Y si vuelvo a nacer, yo la vuelvo a matar… Padre, no me arrepiento, ni me da miedo la eternidad… Yo sé que allá en el cielo el Ser Supremo nos juzgará”.

Es la misma pala, aquella que en trayectoria horizontal homicida cercenó yugular, fracturó tráquea; es la misma pala con que ahora cava en el patio trasero, el pequeño patio del lavadero en que ella no volverá a fregar y despercudir los cuellos de las camisas blancas de él.

No es aconsejable la situación de la dama, pero quién soy yo para dar consejos.

Tres, cinco, siete, ocho cuerpecitos rotos se apilan en el socavón calcinado. La colección crece, el hambre no se sacia. Él vuelve a recorrer tristemente erecto las callejuelas más que pobres y ve a la otra ella, la número nueve, mi número de la suerte, piensa. Venga con papi.

Nadie quiere a nadie, se acabó el querer. El deseo lo es todo. Eugenia ha abierto una puerta sellada a fuego; vaya a saber uno qué cosas horrorosas, excitantes, saldrán de ahí. Primera medida para el curioso: atisbar más allá del umbral, asomándose a las páginas abiertas y palpitantes de estos Objetos del Silencio.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Objetos del silencio por Diego Ramírez


Las madres y el primer objeto del deseo
A partir de la escritura De Eugenia Prado Bassi

1.- Mi madre nos obliga al amor

Las madres tienen la culpa de todo. De lo que hacemos y de lo que dejamos de hacer. Las madres castradoras y fascinantes, las madres buenas y malas. Las madres que nos espían, las madres que nos ocultan / protegen, las madre que no dicen, las madres que escriben pero no dicen. Las madres como el primer objeto de deseo. La lucha edipica del cuerpo, que castiga y lastima, los hermanos, la madre omnipresente que escribe, el hijo menor: preferido y perverso, el cariño y la lástima, todas estas posibilidades maternas son parte de estos Objetos del silencio (Ed. Cuarto Propio), la quinta novela de Eugenia Prado, considerando la novela instalación Hembros, y dando una lectura a las coordenadas narrativas de sus propuestas: siempre fracturadas, fragmentarias, desarticulando voces, giros y cuerpos deshabitados por una propuesta política que evidencia en este ultimo trabajo los secretos sexuales de infancia, los cuerpos de niños, los primeros acercamientos, los primeros miedos, el primero deseo. “Mi madre nos obliga al amor”-, sentencia uno de los personajes centrales de esta novela, para luego mencionar literalmente: “Mi madre, ella es la culpable de todo”. Y es que no puedo pensar en otra lecturas mas que esa, una madre que aparece desde la dedicatoria en la primer página, una madre que esta presente en el habla de sus personajes, y mas aún, una madre que esta ausente y desde esa no vigilancia aparecen estas confesiones, estas historias de amor, estos roces, estos deseos desperados e iniciales que portan estos cuerpos infantiles como un registro permanente que se oculta de la mirada social y de la autoridad materna. Y la posibilidad de estas madres, presentes en esta novela son también madres de país, de autoridad pública y política, que ejercen la otra lectura: la moral, la derrota, y el miedo de un país que desconoce su cuerpo, sus muertos, su historia, sus deseos.

Esta novela escribe de lo que no se puede decir, y ese gesto es la propuesta rebelde de esta autora para contarnos esas bocas, esos quiebres, esos cortes, representados desde una estética apenas develada por sus protagonistas que tiemblan de amor y que tiemblan de deseo irreparable. Lo cuentan, lo confiesan, lo escriben, palabras y recados forman esta construcción corporal de lo que se enmudece por miedo a las madres de Chile. Pienso en esta figura, y pienso citar necesariamente a Patricio Marchant y su definición de la madre como una ideología, como una invención del hijo. Cito: “Precisamente porque el hombre como un ser abominable, sabe que no tiene madre, precisamente por eso, afirma que si la tiene. El hombre vigila la ausencia de la madre. Y si la madre es para el hombre como una casa, esa casa, en tanto vacía, es, entonces, tumba .”. Pienso también al leer esta novela en las madres del psicoanálisis, en la madre madre- productora, la madre amante y la madre - muerte. Y desde ahí, como este hombre huérfano busca sustitutos maternales a partir de estos objetos del silencio, pienso, en las nanas, los hermanos, las hermanas, los hijos, las hermanastras, el padre, las casas, los abuelos, el profesor, las criaturas de dios, los sacerdotes, el perro, entre otros, como esa posibilidad de emerger sobre la huérfandad.


2.- Mi historia de amor

A partir de la lectura de lector a la autora, no puedo dejar de mencionar la otra posibilidad de cariño. De cuando nos conocimos, de cuando leí esta novela por primera vez, no puedo pensar en los riesgos, en la enfermedad esta que nos lleva de la mano por bordes terribles y salvajes, no puedo dejar de pensar en ti, en tu boca rebelde, en tus ganas de decirlo, en tu furia por decirlo, en tu riesgo desbordado y exquisito que hace posible las musicalidad desperada y la poética fascinante de esta novela. Novela que es también poesía y que exige leerse como una prosa despatriada que busca y no busca considerarse desde el desafío de los padres, de los géneros literarios, de los abusos y los maltratos. Es cierto, que debo decir - aunque no sea necesario pero debo - es cierto, que nos conocimos queriéndonos, que no nos conocíamos y nos esperamos. Es cierto que quizás fue una lectura juntos, una misma textura presente, un bosque en el norte, un signo, una mirada, el peligro de sabernos cerca para siempre, románticamente, como hermanos que se tocan con furia en el pasillo de una casa semi vacía. Es cierto que nos defendimos, que nos inventamos barricadas, que fuimos resistencia, quizás fue la primera noche, quizás fue tu forma de mirarme, quizás fue la manera de bailar juntos, quizás fue lo poco que me sale el habla, lo afeminado, quizás fue el silencio, el objeto del silencio, es cierto que fue un riesgo desesperado, una histeria, una historia de amor, un roce crisálido agónico, un grito, un cuerpo, dos cuerpos, tu sonrisa, mi pelo, el frío, la separación, la nieve, te acuerdas de la nieve?, te acuerdas de la noche y de la nieve?, te acuerdas de la primera noche inmensa en que aparecieron estos nombres?, entonces en una cima de un departamento céntrico, mas cerquita del cielo que de los amantes nuevos, aparecieron todos: Benjamín, Ana, Lorena, Javier, José, entonces los hermanos, entonces mi grito de amor, entonces nuestras madres, entonces mi cariño, entonces mi cariño encima, entonces, hablamos. Yo no alcance a confesarme o quizás si, yo falte en la caricia y el frote, yo falte, pero en realidad era una forma de protegerse porque lo sabíamos todo, lo imaginabas todo, y la construcción política de esta novela, fue de alguna manera la relación con tu corazón salvaje, con tu posibilidad de escuchar, registrar, instalar: cuerpos, niños, adolescentes, furias, miedos, que no se podrían reconstruir sino fuera por el riesgo de tu boca y de tu letra.

De alguna manera estos aterradores objetos de mi cuerpo, de tu cuerpo, y del cuerpo de lector victima de su memoria, (de sus primeros roces debajo de la cama, en la ultima sala de la escuela, en el borde de la plaza publica, en la ultima fila del trafico, en la primera noche del microtráfico), todas esas posibilidades se abren, se contraen, en la lectura totalizadora de esta novela, de esta lectura final, que brota en partecitas y pequeños roces, para ruborizar lentamente la posibilidad de todos los lectores de ser niños, de ser nuevamente niños y tocarse lentamente en las zonas del riesgo, la fatalidad de asumir la clausura para estos secretos permanentes.

Estas páginas, esta novela, son la madre que somos todos, son nuestra autoridad, nuestros miedos, nuestros aterradores objetos, nuestros silencios. Y es la madre porque es el primer habla, es el gesto de alianza con lo femenino del recado, del boca en boca, del murmullo, de la confesión cómplice, y de la posibilidad de volvernos salvajemente maternales al iniciar el desdoblamiento de este texto.


3.- las historias y los nombres

Es cierto que estos cuerpos atrapados son liberados a partir de estos ejercicios de estilo que como confesionario epistolar retoman el dialogo desafiante en la primera parte de su construcción dramática:

Lorena cuenta detalladamente la escena, tiene que especificar los roces y el rito de esos cuerpos abusados por el deseo, para volver a gatillar ese roce inicial del abuso por el morbo y la fantasía masculina de la pareja testigo que quiere entender, escuchar, participar, y tocar, que quiere ser repetir el poder que aprisiona, y raspa. Benjamín, enfrenta su cuerpo de niño a la extraña 5 años mayor, pasa desde los vestidos y el primer travestisaje encerrados en la pieza a las primeras manos y frotes de esos hermanastros cruzando la insistencia y la manipulación. Adriana y la otra madre, las nanas, los cuidados, las ausencias, el cuerpo femenino representado sobre estos pechos maternales que hacían de madre pero no eran la madre, la boca incestuosa “nos quedamos totalmente solos y me dijo que fuéramos a su habitación”. Manuel anuncia que creció en tierra de hombres, hombres inclinados y confiesa haber sido inclinado por su padre. Esa inclinación, es el dejarse, el poseerse, la victimización como posibilidad de deseo, Manuel sentencia: “mi padre me enseño a sentir placer y me condeno al silencio”. Ana y sus descubrimientos en femenino, ana y su cuerpo como reflejo en la otra amiga, los sueños, las cercanías, las ganas de los nueve años, la envidia, los dientes, los frenillos, la separación y una declaración para volver al imaginario madre de la novela, cito: “Mi primer deseo tuvo que ver con tu madre”. Una erotización que enfrenta y pervierte todas las zonas de un cuerpo niña / mujer: “Tus pechos pequeños crecen distintos a los míos. Como un lactante, busco. Sueño con que sangras. Nos bañábamos. Nos tirábamos al agua. Reíamos durante horas. Éramos felices. Sueño contigo por las noches. Sueño con que somos hermanas, que te amo y que seremos inseparables. Celebramos ambas. Señoritas y desnudas”. Javier: el verano, el calor, el helado, lo rojo de sus labios, la camioneta y su conductor como imagen del deseo infantil homosexualizado, el “nunca hables con un desconocido”, la amarra de los pantalones, de nuevo la madre que no sabe y no pudo anudar bien esos pantalones, un “No serias mi copiloto” y los labios pintarrajeados. La Catita y la nana testigo que quiere moralizar el juego infantil “Chupándose el ombligo y subiéndose el vestido”. Carmen y el miedo al ser descubierta, el registro de la vergüenza, Bony, su perro, las lamidas y los juegos, el cariño furioso de su quiltro, - “Me siento repleta de su baba”- sentencia al final del relato. El José que no podía quedarse callado, porque era brutalmente ultrajado, maltratado por la prima mayor, como sujeto femenino victimario que desde el sótano transgrede las normas y la satisfacción del cuerpo de un niño. La impotencia. Las amarras. Laura: y el cuerpo ahogado de culpas. -“Naufragar en este desierto pensó”-, el sujeto femenino esta vez es victima desde niña al placer culpable de dejarse querer y desear por la brutalidad de lo masculino, cito: “Aprendo su crueldad y hacia tanto daño para ser tan chico”, pero ella se deja, y no importa el dolor, y no importa el pecado y no importa.


4.- Los hermanos

La segunda parte de la novela “Reminiscencias” (Engranajes, anclajes, residuos y partes) instala la historia de amor y de miedo de los hermanos. Historia de amor porque se sienten, se tocan, se crecen, se saben cerca, deseados, amantes. Historia de miedo, porque se esconden, porque les duele, porque le duele que le duela, porque tiene culpa, porque la madre espía, confía, observa, registra.

El hermano menor y la experiencia sexual con su hermano dos años mayor presentan un epistolario del deseo, donde construyen bellamente desde la palabra, ese incesto temprano, pero también el desafío político que esto enfrenta, porque en la búsqueda de amor del hermano mayor sobre el mas pequeño, esta también la aprobación materna, la cercanía con esa madre, que complace, prefiere y elige al niño menor, mas frágil, al niño pequeño afeminado y demasiado parecido a ella, y demasiado poco parecido a él: el padre. Aquí el padre y marido existe pero no existe, esta absolutamente ausente desde una presencia cercada por la inmensidad del control materno. La historia de amor es entonces, el pretexto y la furia que envuelve y arma esta estética diversa de voces y estilos, cito “ Que me haces que me siento que me muero. A mis nueve tu tenias once, eras de los hermanos el mayor”. El menor sabe seducir, sabe moverse, contraerse, arrastrarse hasta las zonas y los miedos del hermano mayor que no se resiste, que no se perdona, que no quiere volver a hablar: “Cuando huyes y niegas y te burlas en provecho del deseo tuyo, porque eres el mayor y tu poder es evidente”. Recorto fragmentos, frases, palabras y armo este recado familiar a escondidas, de ese amor bajo de la cama, en la ultima sala olvidada de la casa, cuando la mamá no esta está presente: “Te metes en mi cama y me tocas entero” “Y te alejas, y hasta lloras, me sabes lastimado”, “Te aferras”, “Te apegas a mi”, “Me suplicas”.

El hermano mayor, no quiere saberlo, no quiere y no puede. Él sabe que la madre esta conciente. El hermano mayor es lágrimas, culpa. Su corazón tiembla, actúan en silencio, ellos saben que los espía, ellos quieren quizás que los espíen para hacer menos terrible el pacto corporal que los hace irresistibles, el pacto corporal que surge desde el inicio maternal que los contiene y los hace cómplices. En la tercera parte “Desviaciones del galanteo” (Mapeos perversos, complacencias, complicidades) aparecen estas Criatura de dios, la omnipresencia maternal, la poética de las imágenes y sus desbordes “Suaves gimen. Lampiños corren”. “Su corazón por dentro. Mojar las carnes”. “Tengo miedo”. “Duele? Cuanto duele?” La violencia como romance, como sustitución de culpas y -“Te haría desaparecer”- Le confiesa el hermano desde la irresistible posibilidad de cariño. Esta seducción poética la instalan estos jóvenes / niños amantes que les crece el cuerpo y les crece el amor salvaje por estar juntos. En el Epilogo (Ideologías, justificaciones y faltas), la madre como resistencia a esta corporalidad incestuosas de la que es portadora y cómplice, afirma -“Habitamos la tradición y la clase”-. Aquí aparecen esos “niños míos”, ese misterio finamente guardado en estas paginas. Finalmente el “Apéndice”, sirve como conexión con otro lenguaje, con las palabras de los otros, con los niños que no son Ángeles, con los hábitos solitarios, el psicoanálisis, esos pequeños mounstros perversos polimorfos, con las parafilias como letanía poética, La filosofía en el tocador, las estadísticas, El delito. El abuso

La novela Objetos de Silencio opera sobre el gesto escritural como la inscripción de estos cuerpos castigados que desafían la condena de una mudez irreparable. La estética trabajada en este libro, esta inscrita desde el reclamo del cuerpo, ese cuerpo castigado y silenciado por la frontera perversa del lenguaje, que intenta develar lo que se esconde en el ultimo rincón de la casa, en el limite social, en los contratos legales, en las fracturas de una ciudad sobre vigilada y cercada. Sobre esa ciudad, esta la sobrevivencia, el lenguaje que sobrevive a estos cuerpos atrapados que se callan por el miedo que “crece en bocas adultas”.

La escritura de Eugenia Prado habla desde la imposibilidad de la palabra. La palabra cercada, todos estos secretos de infancia son una historia a penas revelada por la confesión, la letra, el epistolario familiar, por el desborde de la escritura. En contraposición a ese no decir, aparece esta revelación que nombra estos “pequeños cuerpos habitados por una lengua”, que se atreve a nombrar desde la multiplicidad de voces y sujetos que entrecruzan e intervienen el discurso de lo silenciado. Aquí aparece la denuncia y el arrojo de trazar esas declaraciones sobre los márgenes de la palabra y por sobre la clausura de estas bocas, rescatadas por la autora desde su propio registro y que operan como marca, como una cicatriz permanente del recuerdo, articulando un testimonio desde el amor y desde el miedo. Los “aterradores objetos” de esta novela, están inscritos desde el reclamo del cuerpo amordazado por la histeria del deseo. “¿Qué haces que me siento que me muero?” de ese amor (terrible) que debe habituarse al encierro. Los primeros deseos que crecen en ausencia de las madres, en ausencia de la autoridad que castiga. En este libro, todos son victimas y cómplices, todos están instalados como resistencia contra el horror de volver a enmudecer. La novelística arriesgada de Eugenia Prado, desafía todas las formas de genero al plasmarse en fragmentos de poesía, documentos, bibliografía, discursos; exigiéndonos una lectura desde esa desconstruccion, para poder dimensionar la significancía radical y la inscripción estética de esta propuesta.

jueves, 12 de febrero de 2009

Objetos del silencio, por Thomas Rothe


Un sueño entre siestas

Objetos del silencio, secretos de infancia, Eugenia Prado Bassi.
Cuarto Propio, 2007, 166 páginas

Antes de comenzar a leer Objetos del silencio tocaba el libro un buen rato, midiendo el peso y contemplando la portada donde aparece la boca rojiza de una muñeca con rubor en las mejillas. Tan delicada parece esa boca, mitad abierta, como si estuviera a punto de hablar. La boca, símbolo sexuado del cuerpo, fuente de besos, chupetazos, mordiscos y lamidos, es también donde emitimos palabras, siendo por sí, una marca de diferencia entre los que pueden usar sus bocas y los que no. Los que sus palabras significan algo y los cuyas palabras se ignoran. Puedo pensar en varios ejemplos de esa relación desigual, como las palabras de los pobres comparadas con las de los ricos o la clase política. También el trato de las sociedades donde una etnia se posiciona en un nivel superior a otra, como el sistema ya extinto de apartheid en Sudáfrica. Y en el terreno de la adultez, las palabras de los niños que generalmente no valen nada.

Pensé en esto mientras miraba esa boca frágil en la portada. Debo confesar que ya sabía que el libro se trata de la sexualidad infantil y entonces recorrí la memoria en búsqueda de algún recuerdo sexual de mi infancia. Vergonzosos que sean, encontré algunos y recordé varias fantasías precoces. Nada me marcó de una manera perturbada ni que creo que sean casos muy especiales. Me pregunté si alguna vez los había compartido con alguien y si los iba a contar en este ejercicio. Opté por no hacerlo pero sí quiero compartir un sueño que tuve la noche que empecé a leer Objetos del silencio.

Me encontré en una biblioteca acuática, es decir una biblioteca sumergida en agua, y flotaba entre las estanterías donde hallé una novela escrita por Jorge Arrate—no sé por qué apareció pero no tiene ninguna importancia para lo que creo ha sido el significado del sueño. Al abrir el libro, las páginas no tenían nada escrito sino mostraban imágenes de un grupo de criaturas raras, diría de otro mundo, envueltas en actos sexuales. Me di cuenta que estuve viendo una orgía extraterrestre (sé que suena raro pero juro que esto creí). Mi capacidad de distinguir entre masculino y femenino se absolvió y hasta sus intercambios sexuales me resultaban peculiares. Por ejemplo, uno de ellos tenía la forma de algo parecido al perfil de un elefante con el cuerpo lleno de lunares gigantescos y un par de manos humanas le echaba agua encima, un gesto que le producía grandes cantidades de placer erótico. Aún consciente de que estuve viendo todo esto a través del libro, metí mi mano en la página y por curiosidad, supongo, toqué el miembro sexual de uno de los participantes, lo cual prefiero no describir en este momento. Se movió abruptamente, momento en que retiré la mano con miedo y me desperté.

Aparte de ser un sueño con aderezos eróticos, creo que la importancia tiene que ver más con el puro hecho de que la lectura de Objetos del silencio me provocó un sueño, un trastorno. El libro se infiltró en mi subconsciente. Me aterrorizó, hasta en momentos cuando no lo leía, produciendo una lectura inescapable y real. Porque a diferencia de mi sueño, el “tema” de la sexualidad infantil, una esfera que resulta ser altamente incómoda para muchos adultos, es demasiado real y se mantiene en las tinieblas de discusión en nuestra sociedad. No se habla de esto porque implica hablar de actos fuera de lo normal, actos precoces que en muchos casos pueden dañar psicológica y físicamente a los involucrados. Pero es aún más dañino negar conversarlo, negar que existe, guardarlo en silencio y nutrir la complicidad y el miedo.

Objetos del silencio rompe la convencionalidad con su temática y estética. La trama se desarrolla de manera fragmentaria y a primera vista puede parecer una colección de relatos. Sin embargo, abordando una variedad de géneros que transitan entre testimonio, cartas, narraciones en tercera persona, documentos de investigación y prosa poética, emerge la historia de una familia aristocrática donde los dos hijos, de una separación de dos años, se engranan en encuentros sexuales, a ratos violentos, pero siempre con la voluntad y el deseo pulsante de ambos. Con esta apuesta estética Eugenia Prado abre un espacio donde la experiencia de ingerir una novela vuelve a ser un nuevo ejercicio de reflexión, planteando enunciados políticos de la sexualidad infantil y adulta a la vez.

Volviendo a la temática, el libro cuestiona lo que es normal y anormal en relación a la sexualidad. Uno de los relatos que hace el más fuerte eco a esta duda es la historia de Carmen, quien desde chica juega íntimamente con el perro de los vecinos y termina enamorándose de él después de varios encuentros sexualmente excitantes. Carmen confiesa que en su adultez sigue teniendo cierta atracción por los perros, se siente ridícula, avergonzada y nunca lo ha contado a nadie. Puede ser considerado como un fetiche anormal sentirse atraída por los perros pero creo que el desarrollo de tal atracción es lo más importante de este relato. Lo primero que se me vino a la mente al leer esto fue asombro. Pero pensé también en lo que es sexualmente permitido por la sociedad y los deseos sexuales socialmente impuestos y permitidos. La pregunta no es, entonces, por qué vende el sexo, pues creo que es bastante obvio. Más vale reflexionar sobre qué tipo de sexo vende. Basta ver la portada diaria de La Cuarta o muchas teleseries nocturnas para ser testigo de las prácticas cotidianas en que se nos vende o impone un cierto gusto sexual, completamente homogéneo, dirigido a los hombres heterosexuales; las tetas grandes, caderas voluptuosas y el pelo largo atraen. A lo que voy es que el mercado no solamente vende sexo sino que instala gustos sexuales. Y si uno varia de esta “norma” es más probable que sea condenado al ostracismo. En este sentido, la apuesta arriesgada de Eugenia Prado en esta obra cuestiona el desarrollo de la sexualidad en sí pero también cuestiona las prácticas mercantiles.

Se me hace difícil leer esta obra sin pensar en las diferencias entre clases, una idea que atraviesa las páginas desde las distintas voces en los primeros relatos hasta las confesiones de la madre acerca del final. El cuarto capítulo, que se titula “Epílogo”, es una carta de la madre al hermano menor, su cómplice más íntimo para armar una atmósfera familiar perturbadora. Escribe en segunda persona, lo que simula la experiencia de estar escribiendo a nosotros, los lectores, por lo cual me sentí partícipe de su juego. Asimismo, este juego de incesto es su manera de mantener la estructura de su familia, de encerrarla y en su punto de vista protegerla. “Empeñada en que mis hijos no se mezclen con los nuevos ricos, esos arribistas tan vulgares y adinerados, los aíslo a cualquier precio”, escribe ella. No es que Prado defienda esta postura. Al contrario, la enuncia como una tención clasista vigente que se ignora en el Chile actual y entra en lo que podría ser la más profunda de las tramas perversas de la aristocracia: enclaustrase para mantener el círculo de poder cerrado, para no contaminar.

Ignorar las tenciones entre clases, igual que callar cualquier diálogo sobre diferencias sexuales, ayuda a conservar el orden de una sociedad opresiva. Son dos negaciones que fomentan al silencio y los secretos. Se apoya esta idea al cerrar el tercer capítulo diciendo, “En las fincas se duerme por las tardes”. La insinuación es que los dos hermanos protagonistas aprovechan los momentos en que nadie los puede descubrir. Pero la finca también parece ser una metáfora de la sociedad que ignora la existencia de una sexualidad infantil y todo lo que implica, desde las prácticas saludables en el desarrollo sexual hasta los abusos.

Traumatizantes

Como mencioné al principio, no puedo recordar ninguna experiencia sexual infantil o precoz que me haya sido traumática; para ser honesto no es algo de que dedico mucha contemplación. En Objetos del silencio, sí aparecen relatos traumatizantes, algunos que no pude creer. Eugenia Prado logra despertar recuerdos, logra relatar instancias que me resultan cercanas pero vergonzosas y otras que son completamente nuevas. Instala una apuesta política contra esa condena de silencio, ese territorio donde la palabra es extranjera, los diálogos son deportados y los secretos encuentran la patria. Secretos que dañan. Este libro, con su escritura de empujes y vibraciones, es para confesar y para unir el abismo del silencio.


Thomas Rothe, octubre de 2009